En un frío y misterioso dos de noviembre, un caminante solitario se encontraba perdido en las brumas del destino. Sus inseguros pasos lo llevaban por un camino incierto, y sus pensamientos, inquietos, se debatían entre la duda de si se dirigía al trabajo o si, de alguna manera, provenía de un lugar olvidado.
En
medio de su confusión, sus sentidos se volvieron especialmente agudos, y
comenzó a percibir los sonidos del más allá que se filtraban en el aire. El eco
melancólico de una sonata desconocida llenó sus oídos, una música que parecía
emanar de una lúgubre casona con imponentes balcones que se alzaba en el
horizonte. Era la siniestra y enigmática "Sonata del Diablo" de
Paganini, una melodía que, en aquel día de los difuntos, cobraba un poder
sobrenatural.
La
casona, envuelta en sombras, parecía estar en un estado de perpetua penumbra,
como si el tiempo se hubiera detenido en ese lugar. Los balcones eran como ojos
oscuros que observaban el mundo con una inquietante curiosidad. Y en uno de
ellos, destacando entre la negrura de la fachada, se alzaba una hermosa dama
vestida con ropas del pasado, una figura etérea que parecía no pertenecer a
este mundo.
La
dama, con un cabello dorado como un rayo de sol contrastaba con unos ojos
profundos como abismos, fijó su mirada en el confundido caminante y, con una
voz susurrante, le dijo: "Nacho, ¿Vienes por mí?".
El
caminante sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo mientras la mirada de
la dama lo atrapaba, como si sus palabras fueran un llamado desde la otra vida.
No sabía si debía temer o dejarse llevar por esa presencia sobrenatural, pero
en ese momento, en ese Día de Muertos, comprendió que los límites entre el
mundo de los vivos y los muertos eran más tenues de lo que jamás había imaginado.
En ese cruce de caminos entre lo real y lo fantasmagórico, su destino se volvía
incierto, como la bruma que envolvía la casona y la melodía del Diablo que se
entrelazaba con el viento.
