No sé ustedes, pero yo lo recuerdo muy bien, alto y delgado, sonriéndole al mundo y coqueteándole a la vida. Nunca me cansé de mirarlo, admiraba la manera en que se rasuraba, ¿Cómo era posible que no se cortara?, la navaja era fina y el pulso debió haber sido muy bueno, lo miraba todos los días leer el periódico y hacer ejercicio, aunque he de confesar que no me gustaba verlo cuando tenía mucho trabajo, menos escuchar su voz llamándome para que le ayudara, eso sí que era terror para mi. Recuerdo que algunas veces llegaba a la casa en estado inconveniente y siempre con un amigo, así que, ya se imaginarán, desfilaron por nuestra casa muchos amigos, casi hermanos de mi padre, o sea, casi mis tíos, de los cuales no guardo mayor detalle, excepto de uno.
Una noche de noviembre llegó a la casa acompañado por un hombre misterioso, vestido de negro, cubierto por un gabán y un sombrero que no dejaba ver su cara, estuvieron un buen rato platicando y cantando, ¡cómo nos divertía escuchar la hazaña del león!, ¿o era trigre?, en fin, ahí estábamos todos los hermanos embelesados con la escena, —¡qué amigo tan enigmático!, ¿de dónde vendrá?—, decíamos. La plática se prolongó y poco a poco se perdió el interés por la visita y, cuando me di cuenta, estaba yo sola, entretenida, mirando, escuchando atenta, confieso que siempre he sido muy curiosa.
Llegada la media noche parecía que el invitado se retiraba, se levantó y le dio un fuerte abrazo a mi padre, pero —¿Por qué caminan para allá, si la puerta está de este lado?—, —tal vez ya están dormidos y no se dan cuenta—, los seguí, iban directo al solar, abrazados, tambaleándose, —creo que ya se a qué van, esperaré a que regresen—. En ese instante escuché la voz de mi papá: —Oye canijo, ¡Hijo de la tiznada!, ¡espera!, ¡espera!, ¡déjame!, ¡ya chupó faros!, me acerqué cautelosamente para saber qué era lo que pasaba, justo en ese momento mi papá corría para la casa, —mejor que digan que aquí corrió, que aquí murió— murmuraba para esconder el terror que le invadía.
Alcancé a ver al amigo, casi hermano de mi papá, montado en la barda que da a la calle Iturbide, la luz de la luna lo iluminaba, pude ver su cara, quiero decir su esquelético rostro, sin carne, vacío, pero no me dio tiempo de examinarlo, pues justo en ese momento sacó las manos huesudas que escondía bajo el gabán para llamar a una bella chica que transitaba por la calle oscura, ella se acercó de inmediato, parecía hipnotizada, él la tomó de la cintura y, no sé cómo, apareció un caballo, montaron en él y emprendieron el camino, perdiéndose en la oscuridad, solo los cascos del caballo retumbaban en el silencio de la noche. Sorprendida, me quedé muda e inmóvil, era el Charro Negro, aquél que tanto mentaban que se aparecía en nuestra casa y que yo no creía, ahora lo sabía, estuve tan cerca de él, mi papá lo trajo a la casa, bueno, tal vez vivía aquí y nunca se había dejado ver, era una total confusión, miedo y sorpresa. Ya no supe más, por la mañana, cuando desperté, miré alrededor, todo parecía tan normal que creí haber soñado con el Charro negro, sin embargo, desde entonces, no solo miraba a mi padre por su arreglo y sus costumbres, también lo miraba porque no comprendía cómo se hizo amigo del Charro Negro.
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El Charro Negro. Fotografía del muro de Facebook. URL: https://www.facebook.com/photo.php?fbid=541096022576232&set=a.385614998124336&type=3&theater |
Escrito por Emma Ibáñez.
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