Cada mañana
al despertar el alba, salía en busca de alimento, miraba con cautela que no
estuvieran soldados o guerrilleros acechando, entonces buscaba entre las
milpas, calabazas, frijol, quelites o quintoniles; cualquier alimento era
bueno, inclusive un tesito de manzanilla o toronjil les caería bien a sus hijos.
Pero ese
día, sus niños se quejaban aún más que otros días y a lo lejos la detonación de
las armas la tenía inquieta, ella no podía salir y en el clecuil había muy poco
para comer.
Las
ampollitas rojas en la piel de sus niños aumentaba,… ¿qué hacer?, pensaba,… los
disparos seguían.
Estrepitosamente,
la puerta se abrió, escuchó la voz de su padre “¡Mujer, esconde a m'ija y a los
niños que vienen los federales!”, su madre la empujo juntó con los pequeños al
hoyo hecho en el centro de la cocina, los cubrió con una loza, encima acomodó el clecuil y empezó a
hacer tortillas, tortillas hechas de jilotes del maíz y de tejocotes, que era
lo único que encontraron en el campo.
Entre
lamentos y sollozos de los niños, la hermosa mujer los acariciaba y sentía su
piel húmeda y pegajosa, ¿qué tienen, por qué están así?
Escuchó
voces de hombres que exigían la poca comida que había, con voces altisonantes
pedían ver a las mujeres, “las queremos como esposas”, decían, pero sus padres
como muchos otros las escondían debajo del fuego.
La oscuridad
seguía y el suspenso de que los encontrarán hacia latir fuertemente su corazón.
La detonación de un arma la hizo sobresaltarse aún más. Los gritos de dolor y
de angustia de su madre le desgarraban el alma, después el silencio, un
silencio sepulcral permeaba el lugar.
Tenía miedo
de salir, miedo hasta de moverse, estaba petrificada y a la vez tranquila de no
escuchar a las risotadas de los soldados, ni los lamentos de sus hijos, ni la
angustia de su madre, parecía como si se hubiera ido.
Pasaron
minutos, quizá horas, tal vez…, no lo sé…, ella no supo cuánto tiempo
permaneció ahí, cuando por fin se atrevió a salir, encontró el cuerpo de su
padre junto a la puerta y junto al fuego, la medallita que su madre siempre
llevaba para que la cuidará, pero su madre no estaba, “¡Se la llevaron los
soldados!” gritó con un lastimero lamento… “¿y
sus pequeños?”, regresó de un salto al hoyo que los resguardaba.
Quietos y en
silencio, yacían los tres niños con las manitas pegadas entre sí, las llagas
los cubrían por completo, el supor que
emanaba de sus cuerpecitos los había compactado, la varicela, terrible
enfermedad había consumado su vida. No pudo llevar a sus hijos con la
curandera, ahora era demasiado tarde. El dolor la embargaba, más vidas inocentes
había cobrado la guerra entre los mexicanos, sus pequeños hijos, la muerte de
su padre y el rapto de su madre.
Desde entonces, en esa hora fatídica, se le ve recorrer los sembradíos y se escucha un lamento desgarrador.
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