lunes, 1 de noviembre de 2021

Una leyenda de la llorona en la Revolución

Cada mañana al despertar el alba, salía en busca de alimento, miraba con cautela que no estuvieran soldados o guerrilleros acechando, entonces buscaba entre las milpas, calabazas, frijol, quelites o quintoniles; cualquier alimento era bueno, inclusive un tesito de manzanilla o toronjil les caería bien a sus hijos.

Pero ese día, sus niños se quejaban aún más que otros días y a lo lejos la detonación de las armas la tenía inquieta, ella no podía salir y en el clecuil había muy poco para comer.

Las ampollitas rojas en la piel de sus niños aumentaba,… ¿qué hacer?, pensaba,… los disparos seguían.

Estrepitosamente, la puerta se abrió, escuchó la voz de su padre “¡Mujer, esconde a m'ija y a los niños que vienen los federales!”, su madre la empujo juntó con los pequeños al hoyo hecho en el centro de la cocina, los cubrió con una  loza, encima acomodó el clecuil y empezó a hacer tortillas, tortillas hechas de jilotes del maíz y de tejocotes, que era lo único que encontraron en el campo.

Entre lamentos y sollozos de los niños, la hermosa mujer los acariciaba y sentía su piel húmeda y pegajosa, ¿qué tienen, por qué están así?

Escuchó voces de hombres que exigían la poca comida que había, con voces altisonantes pedían ver a las mujeres, “las queremos como esposas”, decían, pero sus padres como muchos otros las escondían debajo del fuego.

La oscuridad seguía y el suspenso de que los encontrarán hacia latir fuertemente su corazón. La detonación de un arma la hizo sobresaltarse aún más. Los gritos de dolor y de angustia de su madre le desgarraban el alma, después el silencio, un silencio sepulcral permeaba el lugar.

Tenía miedo de salir, miedo hasta de moverse, estaba petrificada y a la vez tranquila de no escuchar a las risotadas de los soldados, ni los lamentos de sus hijos, ni la angustia de su madre, parecía como si se hubiera ido.

Pasaron minutos, quizá horas, tal vez…, no lo sé…, ella no supo cuánto tiempo permaneció ahí, cuando por fin se atrevió a salir, encontró el cuerpo de su padre junto a la puerta y junto al fuego, la medallita que su madre siempre llevaba para que la cuidará, pero su madre no estaba, “¡Se la llevaron los soldados!” gritó con un lastimero lamento… “¿y  sus pequeños?”, regresó de un salto al hoyo que los resguardaba.

Quietos y en silencio, yacían los tres niños con las manitas pegadas entre sí, las llagas los cubrían por completo, el  supor que emanaba de sus cuerpecitos los había compactado, la varicela, terrible enfermedad había consumado su vida. No pudo llevar a sus hijos con la curandera, ahora era demasiado tarde. El dolor la embargaba, más vidas inocentes había cobrado la guerra entre los mexicanos, sus pequeños hijos, la muerte de su padre y el rapto de su madre.

Desde entonces, en  esa hora fatídica, se le ve recorrer los sembradíos y se escucha un lamento desgarrador.

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